CAPÍTULO
XII
LAS
NAVAS DE TOLOSA
ALFONSO
VIII Y ENRIQUE I EN CASTILLA
(
1212 - 1217 )
Todo
anunciaba, decíamos en el anterior capítulo, que iba a realizarse
uno de aquellos grandes acontecimientos que deciden la suerte de un
país.
Todo
está en movimiento en la capital del mundo cristiano. Después de haber
ayunado toda la población de Roma a pan y agua por espacio de tres
días, hendiendo los aires el tañido de las campanas de todos los templos,
se ve a las mujeres caminar descalzas y de luto hacia la iglesia de
Santa María la Mayor; delante van las religiosas; de la iglesia de
Santa María marchan por San Bartolomé a la plaza de San Juan de Letrán.
Es el miércoles siguiente a la pascua de la Trinidad (23 de mayo de
1212). En dirección de la misma plaza se encaminan por el arco de
Constantino los monjes, los canónigos regulares, los párrocos y demás
eclesiásticos con la cruz de la Hermandad: por San Juan y San Pablo
se ve concurrir al resto del pueblo con la mayor compostura y devoción
llevando la cruz de San Pedro. Todos se colocan en la misma plaza
y en el orden de antemano establecido. Cuando todos se hallan ya congregados,
el jefe de la Iglesia, el papa Inocencio III, acompañado del colegio
de cardenales, de los obispos y prelados y de toda la corte pontificia,
se encaminan a la iglesia de San Juan de Letrán, toma con gran ceremonia
el Lignum crucis, y
con aquella sagrada reliquia, venerando emblema de la redención del
género humano, se traslada con su brillante séquito al palacio del
cardenal Albani, y presentándose en el balcón dirige una fervorosa
plática al inmenso y devoto pueblo cristiano que llena aquel vasto
recinto.
¿Qué
significa esta solemne y augusta ceremonia de la capital del orbe
católico? Es que el pontífice Inocencio III ha acogido con benevolencia
la misión del enviado del rey de Castilla, ha concedido indulgencia
plenaria a todos los que concurran a la guerra de España contra los
enemigos de la fe, y ha querido que el pueblo romano se preparase
convenientemente a implorar las misericordias del Señor. Así lo dice
en el sermón que dirige a su pueblo congregado frente al palacio Albanense. Concluida la plática, las mujeres van a la basílica
de Santa Cruz, donde un cardenal celebra el santo sacrificio. El pontífice
con el clero y toda su comitiva vuelve a San Juan, donde se oficia
otra misa solemne, y todos juntos marchan después descalzos a Santa
Cruz, donde se da fin a la rogativa con las oraciones acostumbradas.
Grande debía ser la importancia que daba la cristiandad a la empresa
que se iba a acometer en España.
El rey de Castilla, congregados sus prelados y ricos-hombres en Toledo, para deliberar en general consejo la forma en que debía ejecutarse la próxima campaña, había designado aquella insigne ciudad como la plaza de armas y el punto de reunión a que habían de concurrir así las tropas de las diversas provincias como las extranjeras que venían a ganar las gracias espirituales concedidas por la Sede Apostólica. Un edicto real prohibió a los soldados de a pie y de a caballo presentarse con vestidos de oro y seda, con arreos de lujo y con ornatos superfinos que desdijeran del ejercicio militar. Ya la voz del ilustre arzobispo de Toledo don Rodrigo había logrado enardecer los corazones de los príncipes cristianos de Europa, y a la fervorosa excitación del prelado a nombre del monarca de Castilla multitud de guerreros de Francia, de Italia y de Alemania, habían tomado la espada y la cruz, y marchaban camino de Toledo, ansiosos de tomar parte en la gran cruzada española. Serían los que vinieron hasta dos mil caballeros con sus pajes de lanza, y hasta diez mil soldados a caballo y cincuenta mil a pie. De gran coste debía ser el mantenimiento de la numerosa hueste auxiliar extranjera para un reino empobrecido con tan incesantes luchas, devastaciones y rebatos: pero el monarca castellano encuentra recursos para todo, y asiste a cada jinete de aquella milicia con veinte sueldos diarios, con cinco a cada infante; cantidad prodigiosa para aquellos tiempos. Compuesta aquella muchedumbre de gentes y banderas de tantas naciones,
menos disciplinada que poseída de celo religioso, creyendo acaso hacer
una obra meritoria, acometió a los judíos de Toledo que eran en gran
número, y asesinó a una parte de aquellos israelitas que habían presentado
con orgullo al conquistador Alfonso VI una carta auténtica de sus
hermanos de Jerusalén, en que constaba que ellos no habían tenido
la más pequeña parte en la muerte del hijo de José y María. Poco faltó
para que este atentado produjera una colisión lamentable: por fortuna
la intervención de los sacerdotes de uno y otro culto logró apaciguar
el pueblo que comenzaba a amotinarse contra los extranjeros. Mas ya
para evitar conflictos, ya por haber llegado el rey don Pedro de Aragón
con su ejército de aragoneses y catalanes, y no bastar el recinto
de la ciudad para albergar tan numerosas huestes, fue preciso que
acamparan las heterogéneas tropas en las huertas y contornos de Toledo,
cuyas frutas y hortalizas quedaron de todo punto arrasadas. Acudían
también caballeros leoneses y portugueses llevados del deseo de contribuir
con sus armas al exterminio de los enemigos de la fe, si bien los
príncipes de aquellos dos Estados por particulares y sensibles razones
no concurrieron a la guerra santa.
Mientras estos preparativos se hacían por parte de los cristianos en Roma y en Toledo, el emperador de los Almohades, Muhammad an-Nasir, no permanecía inactivo. Cuarto califa de la dinastía almohade, Muhámmad an-Nasir era conocido con el sobrenombre de Miramamolín en tierras cristianas, deformación del título árabe Amir al-Muminin o Príncipe de los Creyentes. Nacido en la primavera del 1181 su madre fue una esclava cristiana llamada Zahir («Flor»), luego manumitida como madre del heredero al trono. Proclamado heredero al regreso de su padre de su primera campaña por al-Ándalus, en el 1191, tras una segunda proclamación en el 1198, estando ya moribundo el califa, ascendió al trono en enero de 1199, pocos días después del fallecimiento de al-Mansur. Joven tímido y solitario, heredó de su padre al-Mansur un imperio que debido a sus victorias contra los cristianos, como la de Alarcos, tuvo el periodo de tranquilidad que le permitió concentrar sus esfuerzos contra los Banu Ghaniya, descendientes de los almorávides. Estos pretendían conquistar los territorios del norte de África que actualmente corresponden a la costa occidental de Libia, Túnez y la oriental de Argelia; pero Muhammad an-Nasir acabó por derrotarlos en las campañas del 1205 y 1206. Colocó allí entonces como visir a Abu Muhammad Abd al-Wahid ibn Abi Hafs como gobernante en esa región, raíz de la que surgiría la dinastía háfsida que vino a suceder a los almohades en el norte de África y duró hasta 1574. Hecho
esto y al tanto de la Cruzada de la Cristiandad contra su imperio,
Muhammad an-Nasir reunió de todas las regiones
del Norte de Africa un inmenso ejército. El mundo entero islámico
se conmovió al hierro y fuego de sus exhortaciones enérgicas
a la Guerra Santa; y ya acudían a la expedición y exterminio de los
cristianos los innumerables moradores de Mequinez, de Fez y Marruecos,
los que apacentaban sus rebaños por las praderas del Sahara, los habitantes
de las orillas del Muluca, así como los de las inmensas llanuras de Etiopía,
que con los de las tribus alárabes, zenetas, mazamudes, sanhagas, gómeles, y los voluntarios que había ya en España, junto con
los Almohades de Andalucía, llegaron a formar el mayor ejército que
había pisado jamás los campos españoles.
Nada bastó, sin embargo, a intimidar al animoso rey de Castilla. Alfonso VIII de Castilla, tras la pérdida del castillo de Salvatierra, posición avanzada de la orden de Calatrava en territorio almohade, que había tenido como consecuencia que los almohades empujaran la frontera hasta los Montes de Toledo, siendo amenazada la propia ciudad de Toledo y el valle del Tajo, quiso Alfonso resarcirse y detener esta amenaza venciendo a los musulmanes en un combate decisivo y campal. Habiendo fraguado con la mediación del papa y de Jiménez de Rada diferentes alianzas con Aragón y Navarra, conseguido el apoyo de Pedro II de Aragón y, con más dificultad, el de Sancho VII de Navarra, que tardó en incorporarse a la hueste, y roto las distintas treguas que mantenía con los almohades, decidió en 1212 lanzarse contra Muhammad an-Nasir, Miramamolín. Los preparativos comenzaron en 1211, año en que Alfonso comenzó a movilizar tropas y congregarlas en Toledo, punto de reunión de todo el contingente. Siguiendo con su proyecto, solicitó del papa Inocencio III la consideración de cruzada para recabar caballeros de toda Europa, especialmente de Francia. Para estos preparativos diplomáticos contó con el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada.
Reunidas
las provisiones necesarias para el mantenimiento del ejército cristiano,
provisiones que según el arzobispo cronista que acompañaba la expedición,
eran transportadas en setenta mil carros, según otros en otras tantas
acémilas, emprendió el ejército cristiano su movimiento el
21 de junio. Guiaba la vanguardia don Diego López de Haro; componían
este cuerpo los auxiliares extranjeros. Entre ellos iban los arzobispos
de Burdeos y de Narbona, el obispo de Nantes, Teobaldo Blascón, originario de Castilla, el conde de Benevento, el
vizconde de Turena, y otros muchos y muy distinguidos caballeros.
Constaba esta legión de diez mil caballos y cuarenta mil infantes.
Seguían los reyes de Aragón y de Castilla, en dos distintos campos
para no embarazarse. Acompañaban al de Aragón don García Frontín obispo de Tarazona, don Berenguer electo de Barcelona, el conde de
Barcelona, el conde de Rosellón y su hijo, don García Romeu, don Ximeno
Cornel, el conde de Ampurias, y otros varios caballeros de su reino.
Llevaba el estandarte real don Miguel de Luesia. El séquito del de Castilla era el más numeroso y brillante.
Iban con él don Rodrigo Jiménez, arzobispo de Toledo, el historiador;
los obispos de Falencia, Sigüenza, Osma, Plasencia y Ávila, los caballeros
del Templo, de San Juan, de Calatrava y Santiago, conducidos por los
grandes-maestres de sus respectivas órdenes; don Sancho Fernández,
infante de León, los tres condes de Lara don Fernando, don Gonzalo
y don Alvaro, este último alférez mayor del rey; don Gonzalo Rodríguez
Girón con sus cuatro hermanos que mandaban la retaguardia, con otros
muchos nobles y campeones de Castilla que fuera prolijo enumerar.
Iban también muchos principales señores de Portugal, de Galicia, de
Asturias y de Cantabria, ilustres progenitores de muchas familias
que hoy se honran con los títulos de nobleza que dieron a sus casas
aquellos esforzados adalides. Seguían la bandera real de Castilla
los concejos o comunidades de San Esteban de Gormaz, de Ayllón, de
Atienza, de Almazán, de Soria, de Medinaceli, de Segovia, de Ávila,
de Olmedo, de Medina del Campo, de Arévalo, así como los de Madrid,
Valladolid, Guadalajara, Huete, Cuenca, Alarcón y Toledo. Los demás
quedaron guardando las fronteras. Todos ansiaban el momento de medir
sus espadas con las de los infieles, y por si el ardor de alguno se
entibiaba, allí iban los prelados y los monjes, unos con sólo la cruz,
otros con la cruz en una mano y la lanza en la otra, para recordarles,
a semejanza de Pedro el Ermitaño, que iban a ganar las mismas indulgencias
apostólicas combatiendo a los mahometanos de Andalucía que si pelearan
con los infieles de la Palestina.
Al tercer día de marcha llegó el ejército cruzado a Malagón. Los extranjeros (ultramontanos) atacaron impetuosamente el castillo defendido por los musulmanes, y pasáronlos a todos al filo de sus espadas. Era el 23 de junio. De allí avanzaron hacia Calatrava, cuyo camino, así como el cauce del Guadiana que los cristianos tenían que atravesar, habían cubierto los moros de puntas de hierro para que ni caballos ni infantes pudieran pasar sin estropearse los pies. Supo vencer estos obstáculos el ejército cristiano, y se puso sobre Calatrava, que defendía el bravo Aben Cadis con un puñado de valientes sarracenos, que eran el terror de aquella frontera. La población, sin embargo, fue tomada por asalto. Aben Cadis y los suyos refugiáronse en el castillo y enviaron a pedir socorro al emperador; pero el sultán de los Almohades, entregado a la influencia de dos favoritos, el visir Abu-Said y otro hombre oscuro llamado Aben Muneza, no llegó a saber el apuro de Calatrava que le ocultó Abu-Said envidioso de la gloria del caudillo andaluz. Aben Cadis, viéndose sin esperanza de auxilio, ofreció rendirse por capitulación, saliendo libre él y sus soldados. Los
reyes de Aragón y de Castilla con los nobles y barones de uno y otro
reino se inclinaron a admitir la condición. Insistían los extranjeros
obstinadamente en que habían de ser todos degollados. Prevaleció la
opinión de los españoles, sin otra modificación que la de que saliesen
los infieles desarmados. Todavía, sin embargo, intentaron los extranjeros
lanzarse sobre ellos y pasarlos a cuchillo; pero los generosos monarcas
españoles, fieles a su palabra, libertaron a los sarracenos de aquel
ultraje escoltándolos hasta ponerlos en seguro. El rey don Alfonso
de Castilla entregó la población y castillo a los caballeros de Calatrava,
de quienes antes había sido, y repartió los inmensos almacenes y riquezas
que allí se hallaron entre los aragoneses y los extranjeros, sin reservar
cosa alguna ni para sí ni para los suyos.
Los
ultramontanos, so pretexto de no poder sufrir los rigurosos calores
de la estación, determinaron volverse a su país, como ya otros extranjeros
lo habían hecho cuando la conquista de Zaragoza por Alfonso el Batallador.
En vano los monarcas españoles se esforzaron por detenerlos: nada
bastó a hacerles variar de resolución y abandonaron la cruzada, quedando
sólo Arnaldo arzobispo de Narbona, y Teobaldo Blascón de Poitiers, español de nacimiento. Cuando los franceses desertores
pasaron por las inmediaciones de Toledo quisieron entrar en la ciudad,
pero los toledanos les cerraron las puertas, y desde los muros los
denostaban llamándoles cobardes, desleales y excomulgados. En su viaje
hasta los Pirineos fueron divididos en pelotones devastando cuanto
encontraban. Gran disminución padeció con esto el ejército cristiano,
y muy enflaquecido quedaba. Pero no se entibió por eso el ardor de
los españoles, que llenos de fe y de confianza en Dios prosiguieron
su marcha hasta Alarcos, lugar de funestos recuerdos para el rey don
Alfonso VIII de Castilla, pero en el cual entró ahora triunfante huyendo
a su vista los moros. Y no fue este solo el signo de buena ventura
que señaló su entrada en Alarcos, sino que el cielo pareció querer
recompensar la virtuosa constancia de aquellos soldados de la fe,
e indemnizarles del abandono de los extranjeros, haciendo que se apareciese
allí el rey de Navarra, con quien no contaban ya, seguido de un brillante
ejército, en que iban los nobles don Almoravid de Agoncillón,
don Pedro Martínez de Lete, don Pedro y don Gómez García, y otros
caballeros navarros, dispuestos todos a tomar parte en la cruzada.
Inexplicable fue el consuelo y el júbilo que con tan poderoso e inesperado
refuerzo recibió el ejército cristiano, y juntos ya los tres monarcas
avanzaron a Salvatierra, en cuyos contornos pasaron revista general
a todas sus fuerzas, quedando grandemente satisfechos y complacidos
del porte y continente de sus soldados, y del ardor que los animaba
de venir a las manos con el enemigo, al cual resolvieron ir a buscar
dondequiera que los esperase.
Así
pues, cuando el Miramamolín de los Almohades, Muhammad Al Nasir, supo
la deserción de los extranjeros del ejército cristiano, creyó ya segura
la destrucción de todos los adoradores de la Cruz, y a la noticia
de su aproximación sentó sus reales en Baeza con el propósito de batirlos,
enviando algunos escuadrones con orden de cerrarles los desfiladeros
y gargantas de Sierra-Morena. El caudillo andaluz Aben Cadis que tan
honrosa defensa había hecho en Calatrava se había presentado al emperador,
el cual por consejo del envidioso Abu-Said sin querer escucharle ni
oír sus razones le mandó degollar. Indignados los andaluces de sentencia
tan inicua, quejáronse amargamente y manifestaron
a las claras su resentimiento. Noticioso de ello el emir, llamó a
su presencia a los principales jefes y les dijo con acritud y altanería
que hicieran cuerpo aparte, que para nada los necesitaba. Palabras
imprudentes, que contribuyeron no poco a su perdición.
Mientras estas discordias ocurrían en el campo de los Almohades, el ejército cristiano llegaba al puerto de Muradal. (997 metros). Era ya el 12 de julio. Una fuerte avanzada de caballería enemiga salió a impedirles el paso. Don Diego López de Haro con su hijo Lope Díaz y sus sobrinos Martín Núñez y Sancho Fernández, visera calada y lanza en ristre los atacaron a escape y sostuvieron con ellos una vigorosa refriega, y aunque acometidos por otro cuerpo musulmán que guardaba una de las angosturas, los cristianos lograron apoderarse de la fortaleza de Castro Ferral, en la parte oriental de las Navas. Al
anochecer llegaron los tres reyes al pie de la montaña con el grueso
del ejército. Quedaba, no obstante, el formidable paso de la Losa,
defendido por la muchedumbre mahometana. Colocados los moros entre
riscos que les servían de parapetos casi inexpugnables, encajonados
los cristianos entre desfiladeros y angosturas que impedían desplegar
su caballería, su posición era crítica y apurada. Túvose consejo para deliberar lo que convendría hacer. Opinaban algunos por
desalojar a los enemigos a todo trance; otros, más conocedores de
la imposibilidad que para esto ofrecían aquellas asperezas, estaban
por la retirada. Opusiéronse a este último
dictamen los reyes de Castilla y Aragón, penetrando todo el mal efecto
que haría en el ánimo del soldado un triunfo dado al enemigo sin combatir,
y no perdiendo nunca la confianza en el auxilio divino. Grande era
de todos modos el conflicto de los cristianos.
En tan congojosa perplejidad se presentó en los reales de Alfonso un pastor, manifestando que con motivo de haber apacentado mucho tiempo sus ganados por aquellas sierras, conocía muy bien todas las sendas, y sabía de un camino o vereda por donde podría subir el ejército sin ser visto del enemigo hasta la cumbre misma de la sierra, donde hallaría un sitio a propósito para la batalla. Tan halagüeña era para los cristianos aquella revelación, que por lo mismo recelaban si las palabras del rústico envolverían alguna asechanza inventada por el enemigo para comprometerlos en alguna angostura o paso sin salida. Era, no obstante, tan ventajosa la noticia, si fuese cierta, que merecía bien la pena de correr el riesgo de hacer una exploración del terreno llevando al pastor por guía. Se encomendó, pues, la peligrosa empresa a don Diego López de Haro y a don García Romeu, caballero aragonés. Estos dos intrépidos jefes, acompañados del pastor, fueron caminando por uno de los costados de la montaña, y después de algún rodeo se hallaron en efecto en una extensa y vasta planicie como de diez millas, capaz por consiguiente de contener todo el ejército, variada con algunos collados, y como fortalecida por la naturaleza y resguardada por el arte a modo de un anfiteatro. Estas llanuras eran las Navas de Tolosa, que habían de dar, no tardando, su nombre a la batalla.
Las
Navas de Tolosa pertenecen a las llamadas poblaciones de Sierra Morena,
partido de la Carolina, lindan con el desfiladero nombrado de Despeñaperros.
Era por consiguiente exacto cuanto les había informado el pastor.
(Dice alguna crónica que este pastor se llamaba Martín Halaja;
que entre las señas que dio fue una que encontrarían en el sendero
una cabeza de vaca comida de los lobos, lo cual se verificó también;
y añaden, que enseñado que hubo el camino no se volvió a ver a semejante
hombre: por lo mismo no es maravilloso que en aquellos tiempos se
generalizara la tradición de que aquel hombre era un ángel bajo el
traje de pastor. El suceso verdaderamente, atendidas todas las circunstancias,
parece tener algo de providencial, ya que no de milagroso).
Gozosos
los exploradores avisaron a los reyes que podían subir sin cuidado
con el ejército, y así lo hicieron al siguiente día, sábado 14 de
julio. La avanzada que ocupaba a Castro Ferral le abandonó como punto
ya inútil, lo cual observado por los moros lo interpretaron como una
renuncia a pasar por la garganta de la Losa, y de consiguiente a combatir.
Se sorprendieron más por lo tanto al ver luego al ejército cristiano
plantar sus tiendas en la meseta de la montaña; mas aunque sorprendidos
no dejaron por eso de prepararse al combate, procurando An Nasir provocar
a los cristianos a una batalla general en aquel mismo día, y como
los cruzados no quisieran aceptarla, fatigados como se hallaban de
marcha tan penosa, lo tomó el musulmán por miedo y cobardía, y escribió
arrogantemente a Baeza y a Jaén diciendo que tenía asediados a los
tres reyes y sus ejércitos, y que no tardaría tres días en hacerlos
a todos prisioneros. El emperador de los Almohades, llamado por los
nuestros el Rey Verde porque vestía de este color, estaba en una tienda
o pabellón de terciopelo carmesí con flecos de oro, franjas de púrpura
y bordados de perlas, colocado en un cerro que dominaba la comarca
cuajada de musulmanes en valles, colinas y llanuras.
Al
día siguiente domingo 15 al romper el día se volvieron a presentar
los sarracenos en orden de batalla como el anterior, y así permanecieron
hasta mediodía esperando el momento del ataque. Pero los cristianos,
ya por la festividad del día, ya por tomarse tiempo para reconocer
bien las fuerzas y la disposición del ejército musulmán, y preparar
convenientemente las suyas, persistieron en no lidiar hasta el siguiente,
ocupándose en tanto los monarcas y caudillos en disponer lo necesario
para la batalla, los prelados y clérigos en exhortar a los soldados
e inspirarles un santo y religioso fervor. A poco más de media noche
los heraldos hicieron resonar a voz de pregón en las tiendas cristianas
la orden de prepararse a la guerra del Señor por medio de la confesión
y de las oraciones. Jefes y soldados asistieron devotamente al sacrificio
de la misa; oraron todos, confesaron y comulgaron muchos, animábanse unos a otros, y así preparados con las prácticas y ejercicios de la
fe, y recibida la bendición de los obispos, aguardaron la hora del
alba, en que el rey de Castilla dio orden de ensillar los caballos
y empuñar las ballestas, lanzas y adargas. Resonaron las trompetas
y atambores, y todo el campo se puso en movimiento. Todos querían
pelear en vanguardia; todos querían pertenecer a las primeras filas: el aguerrido veterano Dalmau de Crexel, catalán del Ampurdán, fue el encargado de ordenar
las filas.
Se formaron cuatro cuerpos o legiones; una,
que era la vanguardia, al mando de don Diego López de Haro, que llevaba
a sus órdenes a don Lope y don Pedro sus hijos, a su primo don Iñigo
de Mendoza, y a sus sobrinos don Sancho Fernández y don Martín Núñez
o Muñoz: Pedro Arias de Toledo era el primer portaestandarte: seguían
las cuatro órdenes militares, los caballeros de San Juan con su prior
don Gutierre de Armíldez, los templarios
con su maestre don Gonzalo Ramírez, los de Santiago con su maestre
don Pedro Arias de Toledo, los de Calatrava con el suyo don Ruiz Díaz
de Yanguas; acompañaban a esta división los concejos de Madrid, Almazán,
Atienza, Ayllón, San Esteban de Gormaz, Cuenca, Huele, Alarcón y Uclés.
El rey de Navarra conducía el segundo cuerpo con las banderas de Segovia,
Ávila y Medina del Campo, y muchos caballeros portugueses, gallegos,
vizcaínos y guipuzcoanos. Llevaba el estandarte real su alférez mayor
don Gómez García. Capitaneaba la tercera, o sea el ala izquierda,
el rey don Pedro de Aragón con los caballeros y prelados de su reino,
tremolando el pendón de San Jorge su alférez mayor don Miguel de Luesia.
Mandaba la retaguardia y centro, y en cierto modo el ejército entero
el rey don Alfonso de Castilla, y ondeaba su estandarte, en que se
veía bordada la imagen de la Virgen, el alférez don Alvar Núñez de
Lara. Aquí iban el venerable e ilustrado arzobispo de Toledo don Rodrigo
Jiménez, con los demás prelados de Castilla, el conde Fernán Núñez
de Lara, los hermanos Girones, hijos del conde don Rodrigo que murió
alanceado en Alarcos, don Suero Téllez, don Ñuño Pérez de Guzmán con
otros caballeros castellanos, y las comunidades de Valladolid, Olmedo,
Arévalo y Toledo.
El
ejército musulmán formaba una media luna y estaba repartido en cinco
divisiones. Los voluntarios de las tribus del desierto constituían
la vanguardia: los Almohades tremolaban en el centro sus vistosos
pendones; y en la retaguardia formaban los andaluces. Rodeaba la tienda
del califa un círculo de diez mil negros de aspecto horrible, cuyas
largas lanzas clavadas en tierra verticalmente hacían como un parapeto
inexpugnable, a mayor abundancia resguardaba aquel cuadro un extenso
semicírculo formado de gruesas cadenas de hierro, con más de tres
mil camellos puestos en línea. Dentro de esta especie de castillo
estaba el emir Muhammad vestido con el manto que solía llevar a las
batallas su abuelo el gran Abdelmumén, teniendo a sus pies un escudo,
a su lado un caballo, en una mano la cimitarra y en otra el Corán,
cuyas oraciones y plegarias leía en alta voz recordando la promesa
del paraíso y de la bienaventuranza a los que morían en defensa de
su fe.
Cuando el sol comenzaba a dorar las altas colinas de Sierra Morena, un sordo murmullo se oyó en ambos campamentos, anuncio de que iba a dar principio la batalla. Mirábanse frente a frente los innumerables guerreros que seguían los pendones de las dos opuestas creencias; jamás en cinco siglos se había visto reunido en España tanto número de combatientes; a lo menos por parte de los musulmanes, según sus mismos historiadores; «nunca antes rey alguno había congregado tan inmenso gentío, pues iban en aquel ejército ciento sesenta mil voluntarios entre caballería y peones, y trescientos mil soldados de excelentes tropas almohades, alárabes y zenetas, siendo tal la presunción y confianza del emir en esta muchedumbre de tropas, que creía no había poder entre los hombres para vencerle». Serían los cristianos como la cuarta parte de este número, y bien era necesario que al número supliese el ardor y la fe. Suenan los atabales y clarines en uno y otro campo; la señal del combate está ya dada, y moros y cristianos se arrojan con igual ímpetu y coraje a la pelea. El valiente don Diego López de Haro fue el primero de los nuestros en acometer con los caballeros de las órdenes y los concejos de Castilla; de los musulmanes lo fueron los voluntarios en número de ciento sesenta mil, imposible fue a los nuestros resistir la primera acometida de los infieles con sus largas y agudas lanzas, y se cuenta que don Sancho Fernández de Cañamero que llevaba el pendón de Madrid con un oso pintado, huyó con él en vergonzosa retirada, hasta que encontrado por el rey de Castilla le obligó lanza en ristre a volver otra vez el rostro al enemigo y recobrar el honor de su bandera. Pero don Diego López, blandiendo su robusta lanza tantas veces teñida en sangre enemiga, auxiliado de los de Calatrava y resguardado con su armadura de hierro, metíase por entre los infieles y se cebaba en matar. Envalentonados,
no obstante, los moros con el éxito de la primera carga volvieron
a acometer con nuevo brío y rompieron las filas de los navarros; y
aunque acudió con oportunidad el rey don Pedro con sus aragoneses,
lograron todavía algunos audaces moros penetrar hasta cerca de donde
estaba el rey de Castilla, el cual a la vista de aquello, aunque sin
inmutarse, nin en la color, nin en la fabla, nin en el continente, dice la crónica, se dirigió al arzobispo don
Rodrigo y le dijo en alta voz: Arzobispo,
yo é vos aquí muramos; a lo cual el prelado contestó: Non quiera Dios que aquí murades; antes aquí habedes de triunfar de los enemigos. Entonces dijo el
rey: Pues vayamos a prisa a
acorrer a los de la primera haz que están en grande afincamiento.
En
vano Fernán García se abalanzó a la brida del caballo del rey para
contenerle y evitar que se metiera en el peligro diciéndole: Señor, id paso, que a acorrer habrán los vuestros.
Al ver el monarca castellano a un clérigo que vestido de casulla y
con una cruz en la mano venía desalentado ya, perseguido por un pelotón
de moros, que así se burlaban de su pusilanimidad como denostaban
al sagrado signo que en su mano traía, y le apedreaban, apretó los
ijares de su caballo, y encomendándose a Dios y a la Virgen y blandiendo
su lanza, cargó contra los atrevidos infieles. Le siguieron todas
sus tropas, inclusos los obispos y clérigos. Don Domingo Pascual,
canónigo de Toledo, desplegó al aire el pendón del arzobispo que llevaba,
y metiéndose por medio de las filas enemigas, entusiasmó de tal modo
a los cristianos, que todos arremetieron desesperadamente, derribando
cuanto se les ponía por delante, haciendo perder a los sarracenos
el terreno que habían ganado, hasta llegar cerca de la guardia de
Muhammad. Entonces Abu-Said, que mandaba los voluntarios, mandó a
los escuadrones andaluces avanzar en socorro de los Almohades y africanos
que sostenían todo el peso de la batalla, y morían ya a millares al
impulso de las lanzas castellanas. Pero aquéllos, que resentidos de
la injusta muerte del noble caudillo andaluz Aben Cadis habían jurado
vengarse del emperador y su visir, picados también de verse colocados
en retaguardia y formando cuerpo aparte como si no perteneciesen al
ejército musulmán, en vez de acudir al llamamiento de Abu-Said volvieron
riendas, y como si les sirviese de satisfacción el destrozo que los
cristianos comenzaban a hacer en sus rivales se alejaron del campo
entregando a sus correligionarios a su propia suerte.
Desde este punto el combate, hasta entonces sostenido por los Almohades con valor, se convirtió en un degüello general de aquella inmensa morisma. Quedaba, no obstante, íntegro el parapeto de diez mil negros que circundaba y defendía la tienda del Miramamolín. Multitud de caballeros cristianos cargó con brío sobre aquellas murallas de picas. Los hombres de atezados rostros, encadenados entre sí e inmóviles como estatuas, esperaron a pie firme la arremetida de los cristianos, cuyos caballos quedaron ensartados en las agudas puntas de sus largas y erizadas lanzas. Pronto embistió la acerada valla otra muchedumbre de caballeros, que pertrechados con bruñidas corazas, calada la visera que cubría su rostro, empujaban sus ferrados cuerpos con la misma confianza que si fuesen invulnerables contra la falange inmóvil de los apiñados etíopes, cuya negra faz y horribles gesticulaciones provocaban más la rabia de los guerreros cruzados. Se
distinguía cada paladín español por los emblemas y divisas de sus
armas y blasones, por el color de sus cintas y penachos, muchos de
ellos ganados en los torneos, algunos en los combates de la Tierra
Santa. Se sabía que el caballero del Águila Negra era el esforzado
Garci Romeu de Aragón; que el del Alado Grifo era Ramón de Peralta; Ximen de Góngora el de los Cinco Leones;
que los de la Sierpe Verde eran los Villegas; los Muñozes los de las Tres Fajas; los Villasecas los del Forrado Brazo; los de la Banda Negra los Zúñigas y los de la Verde los Mendozas.
Y a pesar del esfuerzo de estos y otros no menos bravos campeones,
los feroces negros con bárbara inmovilidad, bien que los grilletes
los tenían como tapiados, se dejaban degollar, pero ni intentaban
ni podían avanzar ni retroceder. El baluarte necesitaba ser roto o
saltado como un muro. Pero estaba decretado que nada había de haber
inexpugnable para los soldados de la Cruz en aquella jornada.
Mil
gritos de aclamación levantados a un tiempo en las filas españolas
avisaron haber ocurrido alguna novedad feliz. Así era en efecto. En
medio del palenque de los bárbaros mahometanos descollaba un jinete
tremolando el pendón de Castilla: era don Alvar Núñez de Lara. ¿Cómo
había franqueado la barrera este bravo paladín? Obra había sido de
su arrojo, y de ayudó su fogoso y altísimo corcel, que obedeciendo
al acicate había salvado el acerado parapeto de un salto prodigioso,
y corveteando en medio de los enemigos con orgullosa alegría, como
si estuviese dotado de inteligencia, parecía anunciar ya y regocijarse
de la victoria. El ejemplo de Lara estimula a otros caballeros, pero
espantados los caballos con la muralla de picas vuelven las ancas
hacia las filas y coceando contra las puntas de las lanzas parecía
significar a sus dueños la manera cómo se podía romper aquel baluarte;
entonces los jinetes, dando estocadas de revés, logran abrirse paso.
Mas al penetrar en el círculo los intrépidos jinetes encuentran que
los ha precedido ya el rey de Navarra, que rompiendo la cadena por
otro flanco había entrado acaso antes que el de Lara. Siguieron al
navarro varios tercios aragoneses, como al abanderado de Castilla
siguieron los castellanos, y ya entonces todo fue destrozo y mortandad
en los obstinados negros, que caían a centenares y aun a miles, pero
sin rendir ninguno las armas y blasfemando de los cristianos y de
su religión en su algarabía grosera. El Miramamolín Muhammad, que
a la sombra de un lujoso pabellón leía el Corán durante la pelea,
cuando oyó los gritos de victoria de los cristianos y vio que faltaba
poco para que llegaran a su tienda, soltó el libro y pidió el caballo.
«Monta, le dijo un árabe que cabalgaba en una yegua, monta, señor,
en esta castiza yegua que no sabe dejar mal al que la cabalga, y quizá
Dios te librará, que en tu vida consiste la seguridad de todos. Y
no te descuides, añadió, que el juicio de Dios está conocido, y hoy
es el fin de los muslimes». Y montó el antes orgulloso y ahora cobarde
emir, y dirigióse a todo escape a Jaén, acompañándole el árabe en
un caballo, «y huyeron, dicen sus crónicas, envueltos en el tropel
de la gente que huía, miserables reliquias de sus vencidas guardias».
Los cristianos persiguieron a los fugitivos hasta cerrada la noche;
el rey de Castilla había mandado pregonar que no se hiciesen cautivos,
y en su virtud se cebaron los cristianos en la matanza hasta dejar
todos aquellos campos tan espesamente sembrados de cadáveres que con
mucho trabajo podían dar un paso por ellos los mismos vencedores.
El
arzobispo de Toledo volviéndose al rey de Castilla: «Acordaos, le
dijo con noble y digno continente, que el favor de Dios ha suplido
a vuestra flaqueza, y que hoy os ha relevado del oprobio que pesaba
sobre vos. No olvidéis tampoco que al auxilio de vuestros soldados
debéis la alta gloria a que habéis llegado en este día». Hecha esta
vigorosa alocución que revela el ascendiente del venerable prelado
sobre el monarca, el mismo arzobispo, rodeado de los obispos castellanos
Tello de Falencia, Rodrigo de Sigüenza, Menendo de Osma, Domingo de Plasencia y Pedro de Ávila, entonó con voz conmovida
sobre aquel vasto cementerio el Tedeum laudamus, a que respondió toda la milicia casi llorando
de gozo.
El número de mahometanos muertos en la memorable jornada de las Navas de Tolosa, que los árabes llaman la batalla de Alacab (la colina), ascendió, según el arzobispo don Rodrigo, a cerca de doscientos mil; a menos de veinticinco mil los cristianos. Todos rivalizaron en constancia y valor en aquel memorable día: castellanos, navarros, aragoneses, leoneses, vizcaínos, portugueses, todos pelearon con heroica bravura. «Si quisiera contar, dice el arzobispo historiador, testigo y actor en aquella batalla, si quisiera contar los altos hechos y proezas de cada uno, faltaríame mano para escribir antes que materia para contar». Distinguiéronse, no obstante, los tres reyes, luchando personalmente como simples soldados, y lanzándose los primeros al peligro. Las crónicas hacen también especial y merecida mención de los briosos y esforzados caballeros Diego López de Haro, Ximén Cornel, Aznar Pardo y García Romeu, del gran maestre de los Templarios, de los caballeros de Santiago y Calatrava, así como del canónigo don Domingo Pascual, que prodigiosamente salió ileso después de haberse metido por entre las filas enemigas llevando en la mano el estandarte arzobispal. Los
despojos que se cogieron fueron inmensos; multitud de carros, de camellos
y de bestias de carga; vituallas infinitas; lanzas, alfanjes y adargas
en tanto número, que a pesar de no haberse empleado en dos días enteros
otra leña para el fuego y para todos los usos del ejército vencedor
que las astas de las lanzas y flechas agarenas, apenas pudo consumirse
una mitad; incalculable fue también el botín en oro y plata, de tazas
y vasos preciosos, de ricos albornoces y finísimos paños y telas,
gran cebo y tentación de pillaje para la soldadesca si no la hubiera
contenido la excomunión con que el pontífice de Toledo había conminado
a los que se entretuvieran en pillar el campo enemigo. Todo
era recogido por mano de los esclavos, y el generoso rey de Castilla
lo distribuyó después entre los navarros y aragoneses, dejando para
sí y sus castellanos o ninguna o la más pequeña parte, y contentándose
con recoger el más rico de todos los despojos, la gloria. La lujosa
tienda de seda y de oro del gran Miramamolín fue a la capital del
orbe católico a servir de trofeo en la gran basílica de San Pedro,
Burgos conservó la bandera del rey de Castilla, Toledo los pendones
ganados a los infieles, y con razón añadió el rey de Navarra al escudo
bermejo de sus armas cadenas de oro atravesadas en campo de sangre,
con una esmeralda que ganó también en el despojo, como en memoria
de haber sido el primero a saltar las cadenas que ceñían el campamento
enemigo.
Excusado
es decir que según la fe de aquel tiempo se contaba haberse visto
varios milagros en aquella batalla; que una cruz roja semejante a
la de Calatrava se había aparecido en el cielo durante
la pelea; que en medio de tanta mortandad y carnicería de los agarenos
no se había encontrado en el campo rastro ni señal de sangre; que
los moros se habían quedado aterrados y sin acción al mirar el pendón
de Castilla con el retrato de la Virgen, y otros prodigios semejantes,
sin contar con que harto prodigio fue tan solemne y completo triunfo
ganado contra el mayor ejército que habían podido congregar jamás
los orgullosos sectarios del Profeta. Con fundamento, pues, se instituyó
en toda España en memoria de tan gran suceso la fiesta que todavía
celebra todos los años el 16 de julio con el nombre del Triunfo de
la Cruz; fiesta que con particular solemnidad se celebra anualmente
en Toledo llevando en procesión los pendones ganados en la memorable
jornada de las Navas.
A
los tres días del combate se apoderaron los cristianos de los castillos
de Ferral, Bilches, Baños y Tolosa, que
el rey de Castilla dejó guarnecidos, y pasaron en seguida a Baeza
que los moros habían dejado desierta retirándose a Úbeda: sólo encontraron
a los viejos y enfermos en la mezquita, a la cual pusieron fuego con
un furor que sentaba ya mal en cristianos vencedores, pereciendo allí
aquellos desventurados, confundiéndose sus cenizas con las del incendiado
templo. De allí pasaron a Úbeda, donde se habían refugiado como unos
cuarenta mil moros de aquellas comarcas. Asaltaron la plaza los cruzados
con no poca pérdida de gente que los obligó a cejar, hasta que un
día un intrépido aragonés, el bravo Juan de Mallén, escaló el adarve,
y a su vista acobardados los sitiados se retiraron a la alcazaba,
desde donde ofrecieron un millón de escudos y perpetuo vasallaje al
rey si les otorgaba la vida y la libertad. Inclinábanse los monarcas y magnates a aceptar el partido, mas los arzobispos de Toledo y Narbona se opusieron fuertemente, recordando
la excomunión lanzada por el papa contra los que entrasen en tratos
con los infieles. Reiteráronse pues los
ataques, y reducidos los cercados a la mayor extremidad se rindieron
a discreción, adjudicándose muchos cautivos a los caballeros de las
órdenes, que los emplearon en reedificar iglesias y fortalezas. Los
soldados victoriosos ultrajaban a las infelices cautivas, sin que
a contenerlos bastaran las exhortaciones de los clérigos y obispos.
Últimamente
los rigores de la canícula produjeron enfermedades en el ejército,
y en su vista determinaron los reyes emprender la retirada de Andalucía.
En Calatrava encontraron al duque de Austria que venía con gran séquito
a tomar parte en la guerra santa y a ganar las indulgencias en ella
concedidas; mas no siendo ya necesario se volvió desde allí con el
rey de Aragón, así como los de Navarra y Castilla se encaminaron a
Toledo, donde fueron recibidos procesionalmente por el clero y el
pueblo entusiasmados, dirigiéndose todos a la iglesia catedral a dar
gracias a Dios por la victoria que había concedido a las armas cristianas.
A los pocos días se despidió afectuosamente el rey de Navarra del
de Castilla, el cual en demostración de agradecimiento le devolvió
quince plazas de su reino, que hasta entonces con diversos pretextos
había retenido en su poder.
En
cuanto al príncipe de los Almohades, después de haber desahogado su
rabia en Sevilla haciendo decapitar a los principales jeques andaluces,
a cuya defección atribuía la derrota de Alacab,
pasó a Marruecos, donde en vez de pensar en resarcir sus pasadas pérdidas,
no hizo sino ocultarse en su alcázar, esforzándose por templar la
amargura que le devoraba con los vicios y deleites a que se entregó,
dejando el cuidado del gobierno a su hijo Cid Abu Yacub,
a quien juraron obediencia los Almohades, apellidándole Almostansir Billah. Así vivió Mohammed (el Rey Verde)
hasta 1213, en que un emponzoñado brebaje que le fue propinado, puso fin a sus impuros deleites y a sus días.
¿Cómo no habían concurrido a la campaña de las Navas ni auxiliado al monarca de Castilla sus dos yernos los reyes de Portugal y de León? El animoso Sancho I de Portugal había fallecido en 1212 y le había sucedido su hijo bajo el nombre de Alfonso II. El nuevo monarca portugués, príncipe de menos robusto temple y de menos belicoso genio que su padre, teniendo que entender desde su advenimiento al trono en las gravísimas cuestiones eclesiásticas que agitaban entonces aquel reino, y ocupado su pensamiento en el designio y propósito de despojar, al modo de Sancho II el de Castilla, a sus dos hermanas Teresa y Sancha de los castillos que en herencia les había dejado su padre, se contentó con enviar a la guerra santa los caballeros templarios junto con otros hidalgos, capitaneando tropas de infantería que no desmintieron en el día del combate la fama de intrépidos y valerosos que los portugueses habían sabido ganar peleando bajo las banderas de Alfonso Enríquez y de Sancho I. Menos generoso Alfonso IX de León, no olvidando antiguas rivalidades,
y sin consideración, ni a los intereses de la cristiandad, ni a los
vínculos de yerno y tío que le ligaban con el castellano, lejos de
acudir a su llamamiento ni de enviarle socorros, mientras el de Castilla
se coronaba de laureles en las cumbres de Sierra-Morena, el leonés
se aprovechaba de aquella ausencia para tomarle sin dificultad y sin
hazaña las plazas de la dote de doña Berenguela, que los castellanos
habían retenido, dando lugar con este comportamiento a sospechas de
connivencia con los musulmanes en contra del de Castilla, sospechas
que suponemos infundadas, pero que llegó a manifestar el pontífice
mismo. Después de lo cual, como las princesas de Portugal le hubiesen
pedido auxilio contra las violencias de su hermano, y el forajido infante don Pedro, como dicen los portugueses, se hubiera acogido
también a su protección, un ejército leonés mandado por el rey en
persona invadió aquel reino: multitud de fortalezas cayeron en poder
de Alfonso IX; una derrota que causó a los portugueses en Valdevez,
en aquel mismo sitio en que Alfonso Enríquez había ganado los triunfos
que le alentaron a tomar el título de rey, hizo acaso al de León pensar
en reincorporar a su corona aquella importante provincia que el emperador
su abuelo había dejado perder. Cualesquiera que fuesen sus intentos,
vino a frustrarlos así como a salvar al apurado monarca portugués,
la vuelta del de Castilla triunfante en las Navas de Tolosa. A pesar
de los justos resentimientos que el castellano tenía con su antiguo
yerno el de León, con una generosidad y una nobleza que así cuadraba
al título de Alfonso el Noble con que le designa la historia, como
contrastaba con el desleal comportamiento del leonés, el mismo vencedor
le convidó a una paz cristiana, que Alfonso IX no podía, aunque quisiera,
dejar de aceptar. Se ajustó, pues, ésta en Valladolid (1213), y no
fue el de Portugal quien salió menos ganancioso, puesto que una de
las condiciones fue que el leonés dejaría de hacerle la guerra y le
restituiría los castillos que le había tomado.
Mal
hallado Alfonso VIII con el reposo, e infatigable en el guerrear contra
los infieles, se puso otra vez en campaña a principios de 1213 con
las banderas de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés; se apoderó
de Dueñas, en la falda de Sierra Morena, que dio a los caballeros
de Calatrava a quienes antes había pertenecido: ocupó varias otras
plazas, y avanzó sobre Alcañiz, que los moros tenían casi por inconquistable
y defendieron con tesón; pero reforzado Alfonso con las tropas de
Toledo, Maqueda y Escalona, hubieron de rendirse a las armas de Castilla
el 22 de mayo. De vuelta de esta breve pero feliz expedición se encontró
el rey don Alfonso en Santorcaz con la reina doña Leonor, acompañada
del infante don Enrique y de doña Berenguela, con sus dos hijos don
Fernando y don Alfonso, que su padre le había enviado desde León para
su consuelo. Pasaron allí juntos la fiesta de Pentecostés, y tomaron
después todos reunidos el camino de Castilla.
Año
memorable y fatal fue este por la horrorosa esterilidad que afligió
las provincias castellanas. Heló, dicen los Anales Toledanos, en los
meses de octubre, noviembre, diciembre, enero y febrero: el rocío
del cielo no humedeció la tierra ni en marzo, ni en abril, ni en mayo,
ni en junio: no se cogió ni una espiga de grano. Las aldeas de Toledo
quedaron desiertas. Moríanse hombres y ganados:
se devoraban los animales más inmundos, y lo que es más horrible,
se robaban los niños para comerlos. «No había, dice el arzobispo historiador,
quien diese pan a los que le pedían, y se morían en las plazas y en
las esquinas de las calles.» Sin embargo, el rey don Alfonso y el
mismo prelado que lo cuentan, hacían esfuerzos por aliviar con sus
limosnas la miseria pública, y su ejemplo movió a los demás prelados, ricos-hombres y caballeros a partir su pan
con los necesitados. La caridad con que el arzobispo don Rodrigo repartió
sus bienes con los pobres impulsó al monarca a hacer donación a la
mitra de Toledo hasta de veinte aldeas, seguro de la liberalidad y
oportuno empleo que el arzobispo hacía de sus bienes en favor de las
clases menesterosas.
En
medio de las calamidades públicas que tenían consternado su reino,
no pudo el rey de Castilla contener su espíritu marcial, y renovada
la avenencia con el de León, convinieron en hacer otra vez la guerra
a los moros cada uno por su lado. Llevando consigo el leonés al valeroso
y noble don Diego López de Haro que el de Castilla le envió, conquistó
Alcántara, que dio a los caballeros de Calatrava. Pasó a Cáceres,
que no pudo tomar, y se volvió hostigado por los calores a León, donde
tuvo el sentimiento de saber la muerte de su hijo el infante don Fernando,
no el hijo de doña Berenguela, sino el de su primera esposa doña Teresa
de Portugal. El de Castilla, más animoso y resuelto, penetró en Andalucía
y puso cerco a Baeza, otra vez repoblada y fortificada por los mahometanos.
La falta absoluta de alimentos que se experimentó en su campo, las
bajas que diariamente en las filas de sus soldados ocasionaba el hambre,
le obligaron a hacer treguas con los sarracenos, y levantando el sitio
se volvió por Calatrava a las tierras de Castilla a principios de
1214. Esta fue su última expedición bélica. Deseaba el noble Alfonso
celebrar una entrevista con su yerno Alfonso II de Portugal, a fin
de poner término a las diferencias que entre ambos reinos existían,
e invitó al portugués a que concurriese al efecto a Plasencia. Púsose el castellano en camino, mas al llegar a la aldea llamada Gutierre Muñoz,
a dos leguas de Arévalo en la provincia de Ávila, le sobrevino una
fiebre maligna, que se agravó con el disgusto de la nueva que le dieron
de que el de Portugal esquivaba venir a Plasencia, y después de haber
recibido los últimos sacramentos de mano del arzobispo don Rodrigo,
falleció el 6 de octubre de 12 14 a los 57 años
de edad y casi 55 de reinado. Así murió Alfonso el Noble de
Castilla, uno de los más grandes príncipes que ha tenido España. Así
como al nombrar a Alfonso VI se añade siempre: el que ganó a Toledo,
así al nombre de Alfonso VIII acompaña siempre la frase: el de las
Navas, que fueron los dos grandes triunfos que decidieron de la suerte
de España y prepararon su libertad. Sus restos mortales fueron llevados
al monasterio de las Huelgas de Burgos, una de sus más célebres fundaciones. Acompañáronle en su última hora la reina doña Leonor y varios
de sus hijos y nietos.
Terminados
los regios funerales, fue alzado y jurado rey de Castilla el infante
don Enrique su hijo, joven de once años, bajo la tutela de su madre
la reina doña Leonor. Mas como esta señora, agobiada por el dolor
de la pérdida de su esposo, le sobreviviese solos 25 días, quedó el
rey niño bajo la regencia y tutela de doña Berenguela, su hermana
mayor, con arreglo a las disposiciones testamentarias de sus padres,
y por la voluntad de los prelados y magnates de Castilla.
Tuvo
Alfonso VIII de Castilla de su esposa Leonor de Inglaterra los siguientes
hijos: Berenguela, que fue reina de León y propietaria de Castilla:
un Fernando, que murió antes de 1180: Sancho, que vivió muy poco tiempo:
Enrique, que le sucedió en el trono: otro Fernando, que falleció en
1211: Urraca, que casó con el príncipe Alfonso de Portugal: Blanca,
que fue mujer del rey Luis VIII de Francia: Constanza, que entró religiosa
y fue abadesa de las Huelgas de Burgos, y Leonor, que fue después
reina de Aragón. Algunos añaden todavía otras hijas.
Antes
de dar cuenta del breve remado de Enrique I de Castilla, veamos lo
que entretanto había acontecido en el reino de Aragón.
Diferente
suerte que el de Castilla corrió entretanto el rey don Pedro de Aragón
después de su regreso de la gloriosa jornada de las Navas. La guerra
de los albigenses había continuado y proseguía en Francia con encarnizamiento
y furor, y sus deudos los condes de Tolosa, de Bearne y de Foix reclamaron
de nuevo el auxilio y protección del monarca aragonés, sin el cual
eran perdidos; que tan apurados los tenía el conde Simón de Montfort,
jefe de los cruzados. Acudió allá el rey don Pedro, y obtenida una
entrevista con el legado de la Santa Sede, reclamó que se devolviesen
a los condes de Tolosa, Cominges, Foix y
Bearne las ciudades y fortalezas que les habían sido tomadas por el
de Montfort, puesto que estaban prontos a dar cumplida satisfacción
a la Iglesia romana por las faltas y errores que hubiesen cometido. Entabláronse con esta ocasión negociaciones
de parte de unos y de otros con el pontífice Inocencio III: se celebró
también un concilio de orden del papa en Lavaur para saber la opinión de los prelados sobre este negocio;
y resultando no ser cierto lo que el de Aragón había escrito al pontífice
sobre la disposición de los condes sus amigos, parientes y aliados,
a renunciar a la herejía, sino que continuaban favoreciendo con obstinación
a los herejes, conminó el papa con los rayos del Vaticano al rey don
Pedro en caso de que se empeñase en seguir protegiendo la causa del
conde de Tolosa y demás defensores de los albigenses. Entonces don
Pedro, que había regresado otra vez a Cataluña, hizo publicar que
él no podía dejar de defender al conde de Tolosa por el parentesco
que con él le unía, y a los demás condes por otras razones de Estado.
Y sin oír más reflexiones ni consejos levantó un ejército de aragoneses
y catalanes, y marchó resueltamente sobre el condado de Tolosa. Sentó
sus reales a la vista del castillo de Muret sobre el Garona, a poca
distancia de aquella ciudad. Avisó la pequeña guarnición del castillo
al conde de Montfort, el cual acudió apresuradamente en su socorro.
Deliberaron los cruzados lo que convendría hacer, y se resolvió hacer
una salida sobre los enemigos la vigilia de la exaltación de la Santa
Cruz por cuya gloria se peleaba. Preparáronse para esto los católicos recibiendo devotamente el sacramento de la
penitencia. El rey de Aragón salió a encontrarlos con sus escuadrones: mas al primer encuentro los condes herejes
o defensores de la herejía volvieron vergonzosamente la espalda; los
católicos atacaron entonces con intrepidez al escuadrón en que estaba
el monarca, y lo hicieron con tal ímpetu que el vencedor de las Navas
de Tolosa perdió allí miserablemente la vida con muchos de los valientes
que le habían acompañado en aquella gloriosa jornada. A veinte mil
hacen subir las crónicas el número de los que perecieron en el desastroso
combate de Muret (13 de setiembre de 1213), inclusos los esforzados
campeones Aznar Pardo, Gómez de Luna, Miguel de Luesia,
y otros valientes caballeros aragoneses. ¿Cómo tan grande ejército
se dejó así arrollar por solos mil peones y ochocientos jinetes que
dicen eran los cruzados? Lo atribuyeron algunos a la retirada de los
condes y al ningún concierto con que los ricos-hombres peleaban acometiendo cada uno por sí y aisladamente;
recurren otros a la protección visible del Altísimo hacia sus servidores,
y a castigo providencial de los que se habían ligado con los enemigos
de la Iglesia católica.
Así
pereció el valeroso rey don Pedro II de Aragón. Grandes alteraciones
se levantaron en el reino con motivo de su muerte. Los dos hermanos,
don Sancho, conde de Rosellón, y don Fernando, que aunque monje y abad de Montaragón despuntaba de aficionado a las armas, pretendía
cada cual pertenecerle la sucesión del reino, sin mirar que vivía
el infante don Jaime, y que el pontífice había declarado válido y
legítimo el matrimonio del rey su padre con la reina doña María. Seguía,
no obstante, a cada uno de ellos su parcialidad. Mas otros principales
barones y ricos-hombres aragoneses enviaron
una embajada al papa suplicándole mandase al conde Simón de Montfort
les entregase el infante que bajo la tutela de aquel se estaba criando
en Carcasona, puesto que a don Jaime solo era al que reconocían como
su rey y señor natural. Hízolo así el pontífice,
cometiendo este negocio al cardenal legado Pedro de Benevento, y en
su virtud fue el infante llevado a Narbona, donde salieron a recibirle
muchos nobles catalanes y los síndicos de las ciudades y villas. Le
acompañaban el mismo legado y el conde de Provenza don Ramón Berenguer
su primo. Llegado que hubieron a Cataluña, se convocaron cortes
en Lérida en nombre del infante con acuerdo de los prelados y ricos-hombres.
Concurrieron á ellas, además del legado, todos los prelados, ricos-hombres,
barones y caballeros, y además diez personas por cada una de las ciudades,
villas y lugares principales del reino. Era el año 1214, y tenía entonces
don Jaime seis años y cuatro meses. Allí reunidos todos en el palacio
real, teniendo al infante en sus manos Aspargo arzobispo de Tarragona, juraron todos que le tendrían y obedecerían
por rey, y defenderían su persona y Estado, pero tomándole á su vez juramento de que les conservaría y guardaría sus fueros, usos,
costumbres y privilegios.
Concluidas
las cortes, entendió el legado con gran diligencia en apaciguar las
disidencias y discordias que había en el reino, lo que consiguió no
sin alguna dificultad. La guarda y educación de la persona del rey
durante su menor edad fue encomendada al maestre del Templo Guillén
de Monredón, que lo era de aquella orden
en Aragón y Cataluña. El rey, con el conde de Pro venza su primo, joven también como él, fueron llevados
al castillo de Monzón, lugar fuerte y seguro. Nombráronse tres gobernadores, uno para Cataluña y dos para Aragón, concordándose
que uno de éstos tuviese a su cargo todo el país comprendido entre
el Ebro y los Pirineos; fue éste don Pedro Ahones, y que el otro gobernase toda la
tierra de esta parte del río hasta Castilla; se dió este mando a don Pedro Fernández de Azagra. Se nombró
además procurador general del reino a don Sancho, conde de Rosellón,
tío del rey; todo esto con consentimiento de los pueblos.
El
orden y la claridad histórica exigen que dejemos para otro capítulo
el largo y glorioso reinado de don Jaime I de Aragón, y que volvamos
ahora a reino de Castilla.
Reprodujéronse bajo la menor edad de don Enrique I de Castilla las propias turbaciones
que habían agitado la de su padre, promovidas por la misma familia,
la de los Laras. Los condes don Fernando, don Alvaro y don Gonzalo, hijos de don Nuño de Lara, herederos de la ambición
y de los odios de sus mayores, comenzaron por difundir la especie
de que no era conveniente ni propio que un rey, que había de necesitar
de nervio y vigor para regir el Estado en la paz y en la guerra, estuviese
confiado a las débiles manos de una mujer, y que estaría mucho mejor
en poder de alguno de los grandes y señores del reino que en el de
doña Berenguela. Mas no atreviéndose todavía a arrostrar de frente
y a las claras la oposición que podría suscitar una pretensión declarada
a la regencia, valiéronse de la intriga
y el artificio, ganando a un palaciego llamado García Lorenzo, natural
de Palencia, que tenía gran lugar en la gracia de la hermana del rey. Hízolo tan bien el consejero áulico, y de tal modo supo influir
en el ánimo de la regente, que intimidada y temerosa de los males
que le representaba podrían sobrevenir, accedió al fin a ceder la
regencia al conde don Alvaro Núñez de Lara,
si bien haciéndole jurar, no sólo que miraría por el reino y la persona
del rey, sino que conservaría a las iglesias, órdenes, prelados y
señores todos sus honores, posesiones, tenencias y derechos; que no
impondría nuevas gabelas y tributos, ni celebraría tratados de guerra
ni de paz sin el consentimiento de doña Berenguela.
Pero
no era ciertamente la virtud de los Laras el religioso cumplimiento de los juramentos. Y lo que hizo el conde
don Alvaro tan pronto como se vio dueño del poder fue satisfacer
sus particulares resentimientos y rencores, mortificando de mil maneras
a todos los barones que no eran de su parcialidad, atropellando los
más sagrados derechos, incluso el de la propiedad, con descarada insolencia
y no disfrazada ambición. Con pretexto de las necesidades públicas
y de asegurar las fronteras contra los moros, echó mano también a
los bienes y diezmos de las iglesias, con que acabó de despechar a
los prelados y al clero, tanto que el deán de Toledo le excomulgó
por lo que tocaba a los de su iglesia, y no le absolvió hasta hacerle
jurar que restituiría lo usurpado y respetaría en adelante los privilegios
y bienes eclesiásticos. Para dar alguna satisfacción a estas otras
quejas y a las instancias que por otra parte le hacían los grandes, vióse el regente en la necesidad de convocar cortes en Valladolid
a nombre del rey. Pensaba don Alvaro hacer
valer en ellas el derecho que alegaba á los patronazgos legos de las iglesias; mas lo que aconteció fue que muchos de los grandes y ricos-hombres, entre
ellos principalmente don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, don
Gonzalo Ruiz Girón y sus hermanos, don Alvar Díaz, señor de los Cameros,
y don Alfonso Téllez de Meneses, con otros nobles del reino, suplicasen
a doña Berenguela con repetidas instancias que volviese a tomar la
tutela del rey y sacase al rey y al reino del cautiverio en que los
tenía el de Lara. Una carta que parece escribió con este motivo doña
Berenguela a don Alvaro recordándole su
juramento y excitándole a que le cumpliera para la tranquilidad de
la monarquía, acabó de enojar al soberbio tutor, que no contento con
tratar mal de palabra a la ilustre princesa, se atrevió a mandarla
salir desterrada del reino. Refugióse entonces doña Berenguela con su hermana doña Leonor
a la fortaleza de Autillo, en tierra de Palencia, que era del señorío
de don Gonzalo Ruiz Girón, adonde le siguieron algunos nobles de los
que le eran más leales: con lo que quedó deshecha aquella asamblea,
y como dice un cronista, «acabó en bandos lo que empezó en gobierno.»
No
desconocía don Enrique, en medio de su corta edad, ni las demasías
de su tutor, ni el desacato con que trataba a su hermana, ni los clamores
que levantaban en el pueblo las injusticias e insolencias de don Alvaro.
Bien mostraba en su tristeza y disgusto que de buena gana se volvería
a poner bajo la tutela de su hermana, pero el astuto regente cuidó
de distraerle y divertirle hablándole de bodas, «que en los pocos
años, dice un cronista, es lo que más ruido hace para divertir pensamientos
tristes». Oyó gustoso el joven rey la proposición, y don Alvaro se apresuró a negociar su enlace con la infanta doña Mafalda, hija
del rey don Sancho de Portugal. Obtenido su consentimiento, dióse prisa don Alvaro a traer la princesa a Castilla, no imaginando hallar
obstáculo a su combinado enlace. Pero engañóse en esto el de Lara, que ya el papa Inocencio III, advertido por doña
Berenguela y sus leales castellanos del parentesco que entre los dos
príncipes mediaba, había encargado a los obispos de Burgos y de Palencia
que declarasen la nulidad del matrimonio. Tan osado anduvo el de Lara,
que en vista de este impedimento se atrevió a pedir para sí la mano
de la que venía a desposarse con el rey de Castilla. La pudorosa princesa
rechazó noble y altivamente tan audaz proposición, y volvióse a Portugal, donde consagró a Dios sus días, profesando de religiosa
en un monasterio.
Creció
con esto y subió de punto la ira y el enojo de don Alvaro,
y entregóse a nuevos y mayores desafueros,
principalmente contra los nobles que favorecían a doña Berenguela,
los cuales sufrieron todo género de persecuciones y de despojos. Anduvo
con el rey por los pueblos de la ribera del Duero haciendo exacciones,
so pretexto de la necesidad de que reconociese sus dominios. Detúvole algún tiempo en Maqueda, con poco beneplácito de los pobladores de
la comarca, que experimentaron de cerca las terribles vejaciones del
desconsiderado regente. Las cosas fueron agriándose más cada día.
Movida doña Berenguela del interés fraternal, envió secretamente un
mensajero para que se informara del estado en que se hallaba el rey
su hermano. Súpolo el conde regente, prendió
al enviado, y mandóle ahorcar, «so color de haberle hallado una carta de
doña Berenguela en que incitaba a los de la corte a que diesen veneno
al rey». Por más que don Alvaro procuró
fingir la letra y sello de doña Berenguela, nadie creyó en la supuesta
carta, que tenía aquella princesa harto acreditada la bondad de su
corazón, y túvose todo por superchería del
regente: tanto que excitó su inicuo proceder tal ira en el pueblo
que tuvo que abandonarle y marcharse con su real cautivo a Huete.
Desde allí mandó el rey un emisario a su hermana para informarle de
su malhadada situación; mas como niño, no
lo hizo con tanta cautela que no le sorprendiesen los espías de don Alvaro, y costóle a Ruy González, que así se llamaba el mensajero, ser encerrado en
el castillo de Alarcón.
El
encono del de Lara contra doña Berenguela y los de su partido era
ya demasiado para que no estallase de un modo violento. Mandó, pues,
a sus parciales que tuvieran dispuesta toda su gente de armas, y trasladóse con el rey a Valladolid, desde donde intimó a doña Berenguela y sus
adictos le entregasen las fortalezas que poseían. Negáronse ellos a la demanda, antes aparejáronse para
sostenerlas con tesón y con brío. Se siguió de esto una breve guerra
en Castilla, acometiendo don Alvaro las
plazas que defendían los Téllez, los Girones y los Meneses, nobles
y principales caballeros castellanos que seguían el partido de doña
Berenguela. Ganóles el conde algunas, menos
por la fuerza que por ir escudado con el rey a quien aquéllos no se
atrevían a hostilizar. Un incidente casual vino a poner inesperado
término a la cuestión de la minoría y tutela de don Enrique. El de
Lara había ido con el rey a Palencia; el joven monarca se alojaba
en el palacio del obispo; un día, hallándose el rey niño en el patio
del palacio entretenido en jugar con otros donceles de su edad, una
teja desprendida de lo alto de una torre vino a dar en la cabeza del
joven príncipe, causándole una herida mortal de que falleció a los
pocos días (6 de junio de 1217). Jamás se vio más prácticamente que
las cosas más graves, inclusa la suerte de los imperios, suelen depender
del más fortuito y al parecer más liviano incidente. Aun no tenía
don Enrique 14 años, y había reinado tres no completos, si reinar
puede llamarse vivir bajo la guardia de un tutor tirano, entre revueltas
y agitaciones que el monarca ni promueve ni puede evitar.
Doña
Berenguela, que se hallaba en Autillo, tuvo inmediatamente noticia
de la muerte de su hermano, por más que don Alvaro trató de ocultarla llevando el cadáver del rey a Tariego,
y dando desde allí frecuentes avisos a los grandes del estado de su
salud. Sobre la marcha y con la prontitud que en casos arduos y difíciles
suele tener en sus deliberaciones una mujer, despachó a don Gonzalo
Ruiz Girón y don Lope de Haro, sus mayores confidentes, a su marido
el rey don Alfonso de León (de quien como sabemos estaba hacía mucho
tiempo separada), el cual se hallaba a la sazón en Toro ignorante
del suceso, solicitando le enviase su hijo don Fernando a quien deseaba
ver, asegurándole le sería pronto restituido. No puso en ello don
Alfonso dificultad alguna, y traído el infante a Autillo, dispuso
su madre, de acuerdo con los caballeros de su séquito, llevarle al
momento a Palencia, donde fue recibido con grandes aclamaciones por
el pueblo, y en solemne procesión por el obispo y clero de la ciudad.
De allí determinaron pasar a Valladolid, mas al llegar a Dueñas les cerró las puertas de la plaza el
gobernador, y fuéles preciso tomar la villa
por asalto. Propusieron entonces algunos señores a doña Berenguela
tratase de hacer concordia con el de Lara, pero habiendo tenido este
hombre ambicioso la audacia de poner por condición que se le entregase
la persona de don Fernando en los mismos términos que antes se le
había entregado la de don Enrique, indignáronse doña Berenguela y los grandes, y sin quererle
escuchar prosiguieron hacia Valladolid, donde
fueron acogidos con las mismas aclamaciones que en Palencia.
Convocó
doña Berenguela desde esta ciudad a los prelados, grandes y señores
del reino, y a los procuradores de las villas y ciudades para celebrar
cortes, diciéndoles que ya sabían como ella
era la heredera y sucesora legítima del reino de Castilla por haber
muerto sus hermanos, y que por lo mismo esperaba que concurrieran
a Valladolid para reconocerla y aclamarla como tal, en lo cual no
harían sino cumplir con un deber de fidelidad. Convenciéronse las ciudades más rebeldes de la razón y derecho
de doña Berenguela, y abandonando el partido de don Alvaro,
acudieron a Valladolid. Fue, pues, reconocida y jurada doña Berenguela
como reina de Castilla. Mas ella con magnánimo desprendimiento y con
más abnegación todavía de la que había mostrado al abdicar la regencia
y tutela de su hermano don Enrique, hizo en el acto renuncia de su
corona en su hijo don Fernando, con admiración y con beneplácito de
todos. En su virtud se alzó un estrado a la puerta meridional de la
ciudad sobre el campo, y colocado en él el infante fue solemnemente
proclamado rey por su madre, por los prelados, por los ricos-hombres, caballeros y procuradores del reino (31 de agosto
de 1217).
Dejamos
reconocido por rey de Aragón a don Jaime I llamado después el Conquistador;
dejamos ahora aclamado en Castilla a Fernando II denominado después
el Santo. Antes de referir los sucesos de los reinados de estos dos
grandes príncipes, cúmplenos examinar el estado social de los diferentes
reinos españoles en el período que hemos abrazado en estos capítulos.
FIN DEL TOMO TERCERO
APÉNDICE
PERTENECIENTE
AL TOMO TERCERO
IMPERIO
MAHOMETANO
CALIFAS
DE CÓRDOBA
976 Hixem II. 1016
1016 Alí ben Hamud el Edrisita. 1017
1017 Alkasim. 1025
Abderramán IV.
1023
Abderramán V.
1023
Mohammed III.
1025
1025 Yahia ben Alí. 1026
1026 Hixem III. 1031
MONARQUÍA
CRISTIANA
REYES
DE ASTURIAS
718 Pelayo. 737
737 Favila, su hijo. 739
739 Alfonso I.
756
756 Fruela I, hijo. 768
768 Aurelio. 774
774 Silo. 783
783 Mauregato. 789
789 Bermudo. 791
791 Alfonso II.
842
842 Ramiro I 850
850 Ordoño I,
hijo. 866
866 Alfonso III.
909
DE LEÓN
909 García. 914
914 Ordoño II.
924
924 Fruela II. 925
925 Alfonso IV.
930
930 Ramiro II,
950
950 Ordoño III.
955
955 Sancho I.
967
967 Ramiro III.
982
982 Bermudo II.
999
999 Alfonso V.
1027
1027 Bermudo III
1037
1037 Doña Sancha y don Fernando I.
REYES DE CASTILLA
Y DE LEÓN
Fernando I. 1065
1065 Sancho II.
1072
1073 Alfonso VI.
1109
1109 Doña Urraca 1126
1126 Alfonso VII
SEPARACIÓN DE
LAS DOS CORONAS
LEÓN
1157 Fernando
II. 1188
1188 Alfonso IX.
1230
CASTILLA
1157 Sancho III
1158
1158 Alfonso VIIL
1214
1214 Enrique I
1217
1217 Doña Berenguela: abdica en su hijo.
1217 Fernando
III (el Santo).
CONDES DE CASTILLA
Fernán González. 970
970 García Fernández.
995
995 Sancho Garcés.
1021
1021 García II
1029
CONDES FRANCOS
DE BARCELONA
822 Bera.
Bernhard 1ª. vez.
Berenguer.
Bernhard 2ª. vez.
Udalrico.
Wifredo el de
Arria.
Salomón. 874
CONDES INDEPENDIENTES
874 Wifredo el
Velloso. 898
898 Wifredo II
o Borrell I. 912
912 Suniaro o Sunyer. 953
953 Borrell II.
992
Mirón. 996
992 Ramón Borrell
III. 1018
1018 Berenguer
Ramón I. 1035
1035 Ramón Berenguer
I. 1076
1076 Ramón Berenguer II 1082
Berenguer Ramón II. 1096
1096 Ramón Berenguer III. 1131
1131 Ramón Berenguer IV.
REYES DE NAVARRA
García Garcés.
905 Sancho García
Abarca. 925
925 García Sánchez
el Temblón. 970
970 Sancho García
II o Sancho el Mayor. 1035
1035 García Sánchez
II. 1054
1054 Sancho III
Garcés. 1076
1076 Sancho IV
Ramírez (Unión con Aragón).
NUEVA SEPARACIÓN
1134 García Ramírez
(el Restaurador). 1150
1150 Sancho Garcés
(el Sabio). 1194
1194 Sancho Sánchez
(el Fuerte). 1234
1234 Teobaldo
I 1253
1270 Enrique I
(el Gordo). 1274
DE ARAGÓN
1035 Ramiro I.
1063
1063 Sancho Ramírez.
1094
1094 Pedro I.
1104
1104 Alfonso I
el Batallador. 1134
1134 Ramiro II
el Monje. 1137
1137 Ramón Berenguer
IV, príncipe de Aragón y conde de Barcelona.
ARAGÓN Y CATALUÑA
Ramón Berenguer
IV. 1162
1162 Alfonso II.
1196
PORTUGAL
Alfonso I Enríquez.
1139
1139 Sancho I
1185
1185 Alfonso II.
1211
CAPÍTULO XIIISITUACIÓN MATERIAL Y POLÍTICA DE ESPAÑA, DESDE LA UNIÓN DE ARAGÓN Y CATALUÑA HASTA EL REINADO DE SAN FERNANDO. — De 1137 a 1217
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